El cuento de Marta

 

 

Emma arrastra los escarpines de cuero pulido por los terrones de tierra árida que alfombran todo el mundo que ella conoce, es decir, el de más allá de las murallas hasta que los matorrales y los árboles ribereños del arroyo esbozan un amago de bosque. Emma conoce el bosque, también. Por él carga las jarras a diario desde la fuente de agua hasta las cuatro paredes de piedra y barro seco de su hogar. Los pies no le pesan, el agua tampoco. Las ropas de lana son gruesas, pero no es eso. Le pesan las palabras silenciadas del padre, la mirada esquiva de la madre. Ella sabe que ayuda mucho con las gallinas y con la cosecha, que siembra, sega y trilla, pero es ya mayor, los años pasan y ella sigue esperando.

Había zurcido ya el vestido de lana marrón de la abuela con el que se casó su madre. Lo remedó a la luz de la candela el invierno pasado, mientras el frío agarrotaba el campo y entumecía los pollos en el corral. Había soñado tantas veces con esa corona de flores silvestres que recogería del arroyo, y había hablado con Ramón de los anillos, y él con sus padres y su señor. Emma, no es buena cosa pensar en casarse con un escudero, le espetó su padre. Tendrá que partir, y ahí te quedarás tú, esperando su regreso, como una liebre que otea el horizonte esperando su momento. Como una liebre, se repite Emma. Y así está, escudriñando las montañas que se intuyen a lo lejos, mientras en casa cortan el pan y un trozo de queso para engañar el estómago antes de acostarse. Su padre se arremanga las calzas y su madre arregla la paja para dormir. Emma la liebre. Dicen que en las montañas hay de vez en cuando jaleos. Dicen.

 

Estamos en 1.076 y dicen muchas cosas, cuchichean en la iglesia y en los callejones desordenados de casas abruptas, malolientes, de establos atiborrados y niños durmiendo en el heno. Ella los siente al pasar, como si los muros del castillo le susurraran la cuenta de los días de espera que lleva ya surcados en cada poro de su piel, labrados con la azada de los soles que se despiertan y se duermen sin que Ramón regrese de la frontera. Su piel como labranza, su ánimo cada vez más revuelto. Como si él la hubiera abandonado por lepra… ¿Eso dicen? No señor, él volverá porque se fue a servir. Malas hierbas, haylas. Pero, un día, de cada surco de su piel labrada brotará tomillo en flor, y con él se hará su corona de novia, piensa ella, y estará bonita y feliz, y con su vestido de lana y el cura delante Ramón le dará un beso, y ya nunca más tendrá que oír susurros en los muros. Ese día se pondrán los anillos, dirán las palabras y ya nada más importará.

Las noticias llegan con los mercaderes y los peregrinos, con los pastores y en la iglesia, pero Ramón no ha vuelto todavía y los años pasan. Si sólo les hubieran perdonado el ajuar. Padre tiene que trabajar muy duro para poder juntar esas monedas. Tampoco ella lo tenía fácil para recibir la décima marital. ¿La décima de qué? El rey Chindasvinto lo dejó muy claro y la ley goda está aún vigente, y se tiene que hacer cumplir, les dijo el capellán. Habrá boda cuando pueda haber boda. Tocaba esperar. Tampoco la devota tía de Ramón estaba muy conforme con el asunto, y a Emma le habían llegado voces de que ponía velas en la capilla de la fuente para pedir que Ramón se casara con otra. Los padres de Emma son campesinos en precario y tienen que pasar muchos inviernos para poder tener algo en propiedad. Emma, el ajuar tendrá que esperar, le dijo su padre. Ramón lo entenderá. Sí, lo entendió, pero su caballero se fue de batallas y él no tuvo más remedio que marchar detrás.

Ella no está enferma de melancolía, como le dice su madre. Tenías que haberte casado con quien te mandó tu padre y los humores te hubieran sanado, le recitaba día sí y día también.  Ni en los siete cielos la oiría callarse, o eso pensaba Emma, aturdida y hastiada. Pero ni purgas ni hierbas han servido. Claro que no. Emma lo que quiere es que vuelva Ramón de la tierra de frontera, casarse con él y, si es preciso, marchar sobre un asno a aprisionar desde cero una tierra yerma. Cavarán un huerto, levantarán cuatro paredes y tendrán dos gallinas y un cerdo. Y así vivir ya los dos.  ¿Qué más se puede pedir? Sí, qué más. Juntos. Y sonríe para dentro, desmenuzando los terrones de tierra árida con los escarpines de piel. Levanta la mirada, erguida, segura, y repasa de nuevo toda la línea del horizonte con la vista firme y el corazón confiado. Emma la liebre, se dice con orgullo.

Marta Pi Castelló